domingo, 9 de octubre de 2011

Averno.

17. Todas las vidas.
-¡Chusma!
-¡Escoria!
-¡Yo no entiendo cómo el Consejo permite estos desmanes!
-Papá, están bajo control. Además lo hacen para guardar las formas T.I.O. (Troika Inter Organizacional, partido de los propietarios de Nueva Roma).
-¡Ya les iba yo a dar 'normas que guardar' a toda esa plebe inmunda en forma de latigazos, 'sobrino'!

Habían lanzado una cortina de plástico encima y la manifestación de sirvientes en su hora libre semanal transcurría convenientemente empaquetada y escoltada para que estorbara lo menos posible a los patricios de primera que transitaban por el paseo central de la Gran Arteria.
Yo observaba la escena desde la esquina de un oscuro callejón, sin poder intervenir en ningún sentido y sólo se me ocurrió rezar mentalmente:

Dios te salve, María, llena eres de gracia,
el Señor es contigo,
bendita tú eres entre todas las mujeres
y bendito es el fruto de tu vientre: Jesús.
Santa María, madre de Dios,
ruega por nosotros: pecadores,
ahora y en la hora de nuestra muerte, Amén.

Era todo cuanto podía hacer. Eso y tratar de mantener los pies calientes y la cabeza fría. ¡Qué dura, compleja, extraña y terrible se volvía esta tercera (¿o era la cuarta?) realidad! O, quizás, siempre habían sido así todas las vidas.
Penetré en el callejón, fui hasta el fondo, abrí la puerta y, enseguida, estuve en el comedor donde en una media hora empezaría a servir los platos de la Beneficencia de Indigentes y luego podría comer algo allí mismo porque el chollo de la Cripta se había terminado. La Cripta se había tenido que trasladar a Manila y no había sitio para nosotros. Ahora Molly fregaba escaleras y yo ayudaba de voluntario en el Auxilio Social de Nueva Roma por un plato de agua sucia pero caliente, luego haría la ronda diaria por las trampas de ratas para el mercado negro de los restaurantes de lujo, trapichearía cartones, plásticos, pajaritos y moscas en las tienduchas del barrio africano de Hong Kong y bien entrada la noche me reuniría con Molly en la trastienda de una taberna del Harlem de Shanghái, gracias al dueño que fue cuñado de un excompañero de armas en varias guerras, donde cenaremos, charlando, lo que hayamos podido ir recogiendo de las sobras de los hoteles en los callejones traseros de la Gran Arteria y a dormir.
No me quejo, no me quejo. La otra noche un gatito recién nacido se me murió entre las manos antes de poder hacer nada por él mientras su madre se llevaba por delante a unas cuantas ratas enormes y luego era despedazada por ellas a las que fogueé lleno de rabia perdiendo así unos cuantos dolaryenes que nos hubieran venido bien para una semana. Bueno, ya se me ocurriría algo. Eso me hizo pensar (cosa de la que huyo como de la peste que me alcanzará cualquier día) en lo absurdo que es el mundo interminable (quiero decir cualquiera de los mundos habitados por humanos) solo porque no somos capaces de construir nada agradable para todas las especies ni siquiera para nosotros mismos. Llevo tres o cuatro vidas (he perdido la cuenta) y todas han sido espantosas y desde todas ellas he visto atrocidades, salvajismos, injusticias, pero especialmente estupideces: una serie infinita, una colección ilimitada de estupideces sin pies ni cabeza, sin sentido, sin objeto, sin beneficio alguno que pudiera al menos explicarlas, una ristra encadenada, ridícula, cutre y paleta de actos estúpidos, produciendo unas consecuencias devastadoras y demenciales perfectamente evitables con solo aplicar un poco de sentido común o un mínimo de empatía (o como se quiera decir eso).
La cabeza me empezó a dar vueltas y más vueltas y tuve que echar mano de un buen trago de la petaca de absenta, que llevaba siempre conmigo, para anestesiarme y dejar de pensar gilipolleces que sólo conducen a la locura y todo lo empeoran. Pero la absenta es traicionera y, así como te desvía de las grandes disquisiciones, te cobra su peaje con sacrificios humanos. Yo me tropecé con ese peaje, al poco rato, meando en unos cubos de basura y, aunque, como pretexto, le di la oportunidad de defenderse, no pudo y pagó el pato. Era un indigente, borracho, mendigo, escoria, chusma, como yo. Pronto me tocaría a mí y eso me calmó algo, hasta cierto punto.
En cada una de mis vidas he sido bueno y malo, estúpido y listillo, tonto y chulo, siempre arrogante y orgulloso y he pagado por ello, con la maldición añadida de recordarlas todas como si hubieran sido una sola, pero nunca he tenido el control, nunca. Siempre me he sentido zarandeado por fuerzas extrañas y ocultas y, aunque sé que nuestros actos tienen consecuencias y que influyen en lo que pase a continuación, da la sensación de que algún retorcido y malvado o inconsciente loco guionista infernal nos dirige la deriva por el Mar de los Sargazos.
Todas las vidas son mentira, son un espejismo, son parte de un videojuego cruel en el que no tenemos la más mínima posibilidad de transformar nada de verdad. ¿Dónde queda entonces el 'libre albedrío'? Es una quimera, una construcción conceptual sin ninguna base científica. La misma Ciencia es una entelequia: migajas de los dioses para engañarnos, una máquina que se perfecciona a sí misma sin alcanzar nunca la perfección porque la perfección es inalcanzable en el sentido de que queda fuera de nuestra órbita alcanzarla.
Sólo nos queda ser buenos chicos, chicos tranquilos y resignados a nuestra 'suerte', cada cual en su condición, clasificado dentro los estrechos márgenes de su casta. Sólo así se pueden romper los ciclos del hinduismo. Lo que no cambiaría gran cosa la naturaleza humana pero, al menos, haría el tránsito más agradable en vista de la imposibilidad de una revolución como Dios debería mandar.

En uno de los más recónditos rincones de la chimenea de una buhardilla del barrio londinense de Lambeth de no sé cual de todos los Universos alternativos, hay un ladrillo flojo. Lo retiro con mucho cuidado, saco el frasquito que hay dentro, lo abro, obtengo una gota con un cuentagotas que después enrosco, tapo el frasco y lo vuelvo a dejar donde estaba. Luego bajo, sigilosamente, por la estrecha escalera de caracol y salgo a la oscuridad de la noche. No me ha visto nadie.
© Javier Auserd.

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