jueves, 24 de noviembre de 2011

Averno.

19. En el alfoz de un infierno peor
Capítulo XVIII
Donde se cuentan las razones que pasó Sancho Panza con su señor don Quijote, con otras aventuras dignas de ser contadas.
(...) —Pero vuelve los ojos a estrota parte, y veras delante y en la frente destroto ejército al siempre vencedor y jamás vencido Timonel de Carcajona, príncipe de la Nueva Vizcaya, que viene armado con las armas partidas a cuarteles, azules, verdes, blancas y amarillas, y trae en el escudo un gato de oro en campo leonado, con una letra que dice: "Miau", que es el principio del nombre de su dama, que, según se dice, es la simpar Miulina, hija del duque Alfeñiquén del Algarve; el otro, que carga y oprime los lomos de aquella poderosa alfana, que trae las armas como nieve blancas, y el escudo blanco y sin empresa alguna, es un caballero novel, de nación francés, llamado Pierres Papín, señor de las baronías de Utrique; el otro, que bate las ijadas con los herrados carcaños a aquella pintada y ligera cebra, y trae las armas de los veros azules, es el poderoso duque de Nerbia, Espartafilardo del Bosque, que trae por empresa en el escudo una esparraguera, con una letra en castellano que dice así: "Rastrea mi suerte". (...)
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Miguel de Cervantes.


—¿Qué infierno prefiere?
—¿Puedo elegir?
—Naturalmente. Tenemos una amplia gama a escoger y a revolver. Puede elegir desde las favelas de Sao Paulo a los bloques abandonados de Novokuznetsk en Siberia, pasando por Guatemala, Bangkok, Shanghái, París, Roma, Londres, Madrid-Las Barranquillas, Nueva York-Bronx, Sevilla-Las Tres Mil Viviendas, Nueva Orleans, Valladolid-Las Viudas ... y así podría seguir años y años, aunque no tenemos tiempo.


Recordé, entonces, una de las misiones absurdas de alguna de las muchas vidas a las que he sido condenado, no recuerdo ya de qué guerra concreta, pero es lo mismo, todas las guerras de todas las épocas, de todos los universos son iguales, pueden cambiar las armas y dos chorradas más pero en esencia no varían. No era una operación de comando, según la iconografía bélica al uso, sino de aseguramiento y, de paso, de peinado más minucioso, que en aquella ocasión nos había tocado a nosotros, después del avance rápido de los grupos de asalto. Íbamos tranquilos, porque las ruinas habían quedado bien plastificadas, cuando, de pronto, la tapa de una alcantarilla se movió. Ajusté el lanzallamas y solté un fogonazo a lo que fuera que estaba saliendo a la superficie que se desintegró en el aire como ceniza de cigarro, pero antes de evaporarse me pareció reconocer a una niñata que me había hecho la vida imposible con sus tacones sobre mi cabeza en un apartamento de Londres una temporada que estuve convaleciente. Me alegró vengarme de aquella gilipollas. Fogueé el hueco del conducto por si las moscas y sellé la tapa con un soplete de molibdeno. Proseguimos la aburrida y ritual caminata. Para entretenerme, fui lanzando granadas anticarro a diestro y siniestro contra sucursales bancarias, joyerías, tiendas de lujo y entradas de portales señoriales ya de por sí destrozadas de antemano. El implante digital registraba todo en alta resolución y lo mandaba por correo electrónico al SAL (satélite de apoyo logístico) después de pedirme que lo autorizara. Otro compañero iba recogiendo muestras de tierra quemada, agua putrefacta, gases de conducciones rotas y restos varios de invertebrados. Otro de ellos medía la radiación del aire y de los cadáveres esparcidos caóticamente por todo el terreno. Algo parecido a un perro moribundo movió una oreja y le achicharré para que no sufriera. Pero al doblar las ruinas de lo que había sido una esquina, creí ver un rapidísimo relámpago plateado cruzando los escombros para perderse en un agujero subterráneo. Rebobiné a cámara lenta y vi que era ¡un gato!, ¡un gato gris, blanco y rubio!, ¡o sea, una gata! En ese momento, me llamaron de la base para que nos reuniéramos con más pelotones en la Glorieta de la Constitución de la ciudad para una asamblea y tuve que dejar que se escapara aunque, por otro lado, no creo que hubiera podido cazarla. Sin embargo, eso significaba que había vida salvaje superviviente y, además, me alegró que se escabullera y que fuera una gata, algún día gatos modificados serían unos guerreros formidables. Me lo callaría para no complicar las cosas, de modo que borré esa escena antes de transmitirla y me dio tiempo. Cambiamos al noroeste mientras nuestras botas de CHOSi hacían restallar los polímeros con siniestros crujidos.


—Bueno, es igual que elija o no. Le vamos a operar de ... de lo que sea. Venga.
—Pero, ...
—No hay peros que valgan. Y deje de complicarnos la existencia. ¡Vamos!
—Pero, oiga, esto no puede ...
—Ya está. Con esto se va a tranquilizar por narices.


Desperté en una plaza abarrotada de nazis de uniforme muy contentos con un ahorcamiento, que hablaban animadamente todos al mismo tiempo, y algunos disparaban contra muros llenos de palabras azules ininteligibles. Por suerte no me veían, como si yo estuviera fuera de la escena. Luego me di cuenta que era la alucinación de alguna sustancia de la anestesia pero la sensación seguía siendo muy desagradable y yo veía una y otra vez las palabras azules desfilando en las paredes y en el techo de la habitación del hospital. Ahora que lo pienso, parecían caracteres taquigráficos.


—¿Cómo estás, campeón?
—Como si no lo fuera y me hubiera atropellado un tren de mercancías.
—Bueno, bueno, no seas tan lloronazo, ¡cojones!
—¿Tampoco puedo llorar?
—Sólo (Sólo) cuando (cuando) nadie (nadie) te vea (me vea) (Ya lo sé).
—Entonces, ¿por qué preguntas? ¡Anímate, hombre! Ya verás lo divertida que es la misión en Ganímedes.


Salí a toda prisa y me perdí en la niebla por las callejuelas cercanas al Támesis. Esa gota me salvaría de la locura muy pronto.
© Javier Auserd.

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