domingo, 31 de julio de 2011

Averno.

11. Expiar.
No tenía que haber matado a Paramecio, me di cuenta tarde. Y no porque no se lo mereciera. Tampoco debí de matar a Mauro poniendo el chicle de plástico33 en la cerradura de la puerta de su casa. Ni a Manolín con una pelota de nitroglicerina. Ni a la Bruja Averías con una gota de fulminato de mercurio en una de sus pócimas de magia negra. Ni a la Marquesa del Pan Pringado con un explosivo de aire comprimido dentro de la revista Dola. Y no porque no se lo merecieran. No. Eran unos mastuerzos. El tema es que yo no soy quién para hacerlo, a pesar de que me creí autorizado a ello.
Por eso, lo estoy purgando trabajando de operario en un camión de la basura y durmiendo de día debajo de un puente. Todas las noches me enfundo el uniforme y entro en el almacén desde el que salimos para hacer las rutas de recogida. En verano el calor es espantoso e insoportable y en invierno la lluvia y la nieve también son un infierno. No sé cuánto me queda por pagar mis culpas, pero sé que, mientras otros no han pagado crímenes y atrocidades contra la Humanidad, yo estoy pagando muy caro estas justas venganzas.
He visto el Bet, estaba en la basura de New Babel bajo toneladas de inmundicia, lo custodiaba un gato rubio limpísimo y malvado. Lo acaricié y me arrancó de cuajo la mano de un bocado certero. La misma mano que había matado a Zapatilla, a Amoru, a Estonces, a Rut y a Belén, luego me ronroneó como si me hubiera hecho una gracia, me lavó la herida y me la pegué para poder seguir cumpliendo la condena, se acopló perfectamente.
Una noche, después de cincuenta años, me dieron vacaciones y me fui a un burdel del barrio de pescadores de New Babel. Como no sabía cuáles eran las costumbres, me quedé mirando frente al mostrador de la recepción a las parejas que enfilaban el largo pasillo hacia los habitáculos, tenía toda la noche para mirar pero yo aún no sabía distinguir los clones de los físicos. De modo que yo miraba y miraba a unos y a otros, a unas y a otras ... pasar sin entender nada. El sony de la recepción se reía de mí con un redoble de batería que me recordaba a los viejos Led Zeppelin mientras escaneaba mis miradas para porcentuar mis preferencias sexuales. De repente, apareció una chica, que me recordaba mucho a Molly, embutida en un neopreno negro de surfera, que me dio la mano y me llevó por el pasillo y se detuvo delante de un cubículo, me pidió la Risa con un gesto, la insertó, se abrió la tapa, entramos, giró la cabina a la posición horizontal y tuvimos el servicio, aunque por un momento pensé (menos mal que fue al final) que si mi Risa no hubiera tenido saldo aquella Molly me hubiera seccionado el miembro en el acto como el gato la mano.
Sin embargo, algo debí de hacer bien porque al volver al trabajo al día siguiente me dijeron que allí ya había terminado y que me pasara por la oficina. Me pasé y me confirmaron que ya no seguiría recogiendo basura. Pero el suspiro de alivio me duró menos que un caramelo en el recreo de un colegio en los años 70 del siglo XX dC. Terminé con la basura, sí. Ahora iría a una mina de estroncio de una multinacional farmacéutica, probablemente la que tanto me había machacado durante mi primera estancia en la Tierra.
Ahora me paso los días en las tinieblas de las profundidades de la tierra negra y opresiva con la espalda doblada picando paredes, los riñones estallándome de dolor, chorreando sudor de la cabeza a los pies y las noches de insomnio en la sucia cueva que he ocupado porque no tengo para pagar ningún alojamiento. No veo las estrellas ni el sol ni me da la brisa o la lluvia en la cara, pero os digo una cosa: por mucho que mientan las religiones no hay nada comparable con vengarte de enemigos que se han pasado años puteándote.
Cuando termine este insoportable y maldito purgatorio voy a ser un buen chico: sólo robaré lo justo para ir tirando y no mataré. A no ser, claro está, que algún burócrata parecido a Paramecio (o a los otros) me ponga en la misma tesitura.
© Javier Auserd.

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