domingo, 7 de agosto de 2011

Averno.

13. La escalera de Jacob.
En Aleph me han puesto a llevar una existencia cotidiana rutinaria y aburrida afrontando sinsabores, percances con los vecinos, cotilleos, fugas de agua, accidentes imposibles, enredos absurdos, problemas económicos, malentendidos, equívocos, malvados humanos meticones y molestos, madrugones, metros y cercanías apestosos, jefes incompetentes, compañeros y amigos falsos y traidores y todas esas cosas tan corrientes en la Tierra. Pero no puedo soportarlo y por la noche tengo que llevar una doble vida.
Las sombras del gas, blanquecino como niebla, van cubriendo las estaciones. Molly y yo, con trajes de policloropreno y dispositivos respiratorios incorporados, caminamos entre los raíles para extender el ataque químico local a todos los rincones de la red del ferrocarril metropolitano de Nueva Jacob. Trabajamos para el Consorcio Exterminador SMFDP (Stampas at Poors, Mobbings, Fich, Dragons y Plumbs). Hacemos trabajos de fumigación contra las familias de mendigos sin techo que se refugian en las estaciones del metro. Ahora estoy del lado bueno. Ahora estoy del lado de los poderosos. Al fin voy por el buen camino. Ahora ganaré.
Gracias a los implantes Molly y yo no necesitamos dormir. De esa manera somos unos anodinos empleados públicos de día y unos activos agentes públicos especiales de noche con derecho a vacaciones pagadas en Plastic Beach cuando menos se mira.
Cuando terminamos, avisamos a los servicios de limpieza que bajarán con máscaras a retirar los cuerpos y tirarlos a un hoyo en un descampado, lo taparán y sembrarán cardos violetas encima. En Nueva Jacob ya hay muchos descampados llenos de cardos violetas.
Una noche vamos a un edificio abandonado, una enorme fábrica de latas de conservas que ahora es el cuartel general de los desarrapados. Nos acompañan diez escuadrones bien armados. El jefe esta vez ha decidido achicharrarles vivos (ha dicho jocosamente que será la operación barbacoa) con lanzallamas láser de doble espectro antes de demoler lo que quede del inmueble que está en las afueras en una zona no residencial, los bomberos están avisados y no acudirán a las llamadas de los colonos más próximos, si las hubiera. Empezamos sellando todas las puertas y ventanas con campos de fuerza electromagnéticos. Luego lanzamos granadas incendiarias que los atraviesan pero no pueden salir. Nos ponemos música por los auriculares para no oír los molestos chillidos de los ancianos, enfermos, mujeres y niños que pueblan (por poco tiempo) el interior de la fábrica. Entonces, en plena 'barbacoa', me doy cuenta que hay una escalera metálica de incendios que da a un callejón a la que se están quedando literalmente pegados los okupas que intentan escapar por allí. Ninguno lo consigue, pero es un espectáculo dantesco y desagradable incluso para nuestras personalidades insensibles y perturbadas. De modo que ajusto el láser y los voy desintegrando uno a uno. Pero uno de ellos ha conseguido, no puedo entender cómo, llegar arriba del todo. Es una patética antorcha humana que, con los brazos abiertos, invoca a un dios de los mendigos para que les salve y nos aniquile. Pobrecillo, solo allí arriba, implorando a la Nada, parece creerse un Jacob. Dura poco. Aunque su resplandor es intenso y anaranjado, brilla unos instantes en lo alto de la escalera y se apaga. Los escuadrones ya están entrando para terminar manualmente el trabajo.
La operación ha sido un éxito. La crueldad del ser humano es infinita, pero ¡¿qué más da?! Esta noche cenaremos de maravilla en Plastic Beach y tomaremos agradables drogas anestésicas a cuenta del Jefe, como los buenos ganadores que somos.
© Javier Auserd.

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